Estambul, la puerta de Oriente

La capital de dos imperios, romano y otomano, cuyo atractivo permanece incólume, se nos presenta como un retazo asiático en las europeas orillas del Bósforo.

Estambul, la puerta de Oriente

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La llegada a Estambul, en Turquía, donde quince millones de personas respiran, sienten, conducen, ríen y lloran, debe realizarse con los ojos vidriados por un filtro contra el desorden. Los chillidos de los cláxones y motocicletas abruman a conductores y caminantes que esquivan perros sin rumbo, niños sueltos de la mano, y cientos de scooters. De pronto, entre carteles publicitarios, aparece el lienzo rojizo de una muralla tocada por cabello de yedra, mustia bajo el sol grisáceo. La carretera atraviesa el muro mediante un aburrido túnel moderno, y las torres de la muralla de Estambul, Constantinopla para los nostálgicos, parecen asumir resignadas que su altura ya no impone ni frena nada.

El escasamente planificado ensanche moderno de Estambul rodea el casco antiguo en un abrazo sin cariño. Sin embargo, una vez dentro del enorme perímetro de las murallas, reverberan los ecos de una ciudad milenaria. Blancos minaretes rascan la panza del cielo, presididos por unas cúpulas blancas y azuladas, cubiertas con mosaicos de oro y piedras lejanas. “Constantinopla sólo puede ser descrita desde el cielo, la tierra y el agua; y el viajero que pretenda conocerla deberá así afrontarla”, contestaban siempre los mercaderes otomanos cuando los italianos, españoles y franceses les imploraban de rodillas describir las maravillas de su ciudad. Ufanos, los turbantes turcos se alzaban hacia el cielo mientras su lengua corría: “¿Cómo describir el brillar del Cuerno de Oro bajo la luz dorada del atardecer, mientras los minaretes son golpeados por el ocaso, pintando enormes púas de sombra que peinan los tejados de Estambul?"

Constantinopla...

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Para disfrutar de la vista aérea que tantos otomanos describieron en sus viajes, debemos ascender hasta las alturas de la mezquita de Solimán, la mayor de las cientos que jalonan la ciudad. Fue terminada en el año 1558, treinta años antes que la célebre cúpula de la Basílica de San Pedro del Vaticano, reproduciendo de nuevo una réplica, un eco incesante convertido en hechos, que ha llevado de la mano a Roma y Estambul durante siglos. Ambas son hijas de un mismo padre, comparten cordón umbilical, y sin embargo, son a su vez enormemente diferentes.

Mezquita de Solimán, en Estambul

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No lo parece así desde las alturas de la mezquita de Solimán, donde pueden apreciarse las siete colinas de Estambul, tocadas por minaretes en lugar de por campanarios, como sus primas romanas. Al igual que en la Urbe, aquí no hay rastro de columnas y esqueletos de templos: permanecen todos ellos reutilizados en palacios, cisternas y mezquitas de la ciudad, al igual que en Roma sostienen las techumbres de las iglesias. Y sin embargo, Estambul es más poderosa, más solemne: Constantinopla, la Nueva Roma como la bautizó Constantino, su creador, excede a la Ciudad Eterna porque posee un aliado impagable: el mar.

Las aguas del azul aparecen a nuestra izquierda, mirando hacia el norte desde las alturas de la mezquita de Solimán. A nuestros pies serpentea el ancho cauce del Cuerno de Oro, brazo salado que convierte la tierra en península, y otorga a la ciudad el estatus de lugar más inexpugnable de la tierra. Las siete colinas de Estambul se encuentran rodeadas al sur por el Mar de Mármara, al este por el Bósforo, y al norte por las pacíficas aguas del Cuerno de Oro.

Sabemos que son apacibles porque ya hemos descendido desde las alturas de la mezquita hacia los muelles de Eminönü, el barrio de los comerciantes, abarrotado de tiendas de ropa tal y como debió lucir a lo largo del tiempo. Lo que un día fueron túnicas ahora son chándales, y las sandalias de cuero han dejado paso a las deportivas, pero los gritos llamando al cliente son los mismos, así como el barullo, tintineos y reflejos de vidrio que caracterizan a los bazares orientales. No existen mercados en Europa que se asimilen en cantidad de productos, luces y colorido; si existe un producto que el viajero desee, por escaso que sea, este se encontrará en los callejones de Eminönü, ocultos por la sombra de la mezquita de Rustem Paça.

El mar, el gran aliado de Estambul

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Por mi parte, tenía muy claro qué producto debía adquirir: café. El oro marrón turco es famoso en todo Oriente, y en Estambul, los locales acuden en masa a la fábrica de café de Mehmet Efendi, junto a la esquina suroeste del Mercado de las Especias. El café duró un mes en mi despensa, duante un tiempo plagado de despertares lúcidos y cargados de una cafeína que explica la vivacidad de los turcos.

La gente en Estambul camina rápido y siempre con rumbo, pide sin dudar y come sin entretenerse, dejando para el momento de fumar la única relajación del día. El tabaco prendido en largas pipas de agua llamadas nargile, húmedo y aromático, siempre acompañado de té, se fuma sentado en largos divanes, o directamente sobre el suelo, apoyando la espalda en grandes cojines de terciopelo. Tiene fama local un fumadero de nargile alejado de los poco disimulados locales para turistas. El nargile de Anadolu roza los cien años, como atestiguan sus divanes de madera, su jardín plagado de divanes y esteras, y los muros de la madrasa de Ali Paça, cuyas estancias ocupa. Las salas albergan cúpulas semejantes a las del Gran Bazar, y los camareros vuelan de mesa a mesa con bandejas repletas de té, flotando entre nubes de humo, como las gaviotas que cruzan continuamente de Asia a Europa, pues no pertenecen ni a una, ni a otra. Y atestiguando que dicho local es parte de la Turquía más auténtica, conviene avisaros: el baño no tiene papel higiénico.

La magia de la antigua Constantinopla

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Para contemplar Estambul desde el mar y completar el segundo paso, la opción más económica supone cruzar a pie el puente de Gálata. Dicho vado es la arteria que une las callejuelas, ruinas, mezquitas y bazares del casco antiguo con el moderno y coqueto barrio de Gálata, apoyado en las faldas de la colina de Pera. Sobre el puente, cientos de pescadores sacan continuamente pececillos que venden en vasos de plástico al transeúnte, mientras perros de mirada avispada tratan de llevarse algo a la boca. El flujo de bateles, lanchas y barcazas bajo el puente es constante, permanentemente vigilado por los minaretes de las mezquitas de Nuruosmaniye, Suleimán, y la blanca Yeni Cami. Al sureste distinguimos un resplandor broncíneo, y tras los árboles de la colina asoma Santa Sofía; pero aún no es hora de contemplarla.

Dando la espalda a la gran cúpula, cruzamos el puente de Gálata y ascendemos por verticales callejuelas a través del cosmopolita barrio de Karaköy, plagado de locales donde se expone arte y se bebé café. Mientras caminamos, unas fachadas extrañamente familiares nos contemplan. ¿No estaremos perdidos, de repente, en un barrio añejo de Bruselas, ante un pórtico neoclásico, a las puertas de Asia?

Lo cierto es que Gálata es la Estambul más europea; comenzó su andadura como colonia genovesa, y con la llegada de los sultanes otomanos, se convirtió en el barrio residencial de diplomáticos, embajadores y artistas en busca de inspiración oriental. Pero no sólo fue hogar de bon vivants: por dos veces, españoles nacidos bajo la piel de toro tuvieron que buscar refugio en Gálata porque eran hispanos, pero no cristianos: los judíos sefardíes y los moriscos, expulsados de su hogar en la península.

Karaköy

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La subida hasta la Torre de Gálata es a prueba de glúteos, y las cuestas en Karaköy son estrechas y asfixiantes. De vez en cuando asoma la ostentosa fachada de algún banco otomano, recordándonos que aquí, hace poco más de un siglo, se regían los caudales y riquezas de todo un Imperio. La visión de los puentes atravesando el Bósforo en arcos anchos y espigados parece indicar que dicha riqueza aún se mantiene en una megalópolis cuya envergadura apenas se atisba desde las azoteas de Pera. Es tal el agobio que inspira la enormidad de Estambul una vez lejos de su casco histórico, que uno se siente necesitado se sumergirse en sí mismo, y olvidar el sudor de quienes viajan para aprender a cada paso. En Turquía, por suerte, tienen la solución perfecta para caminantes cansados: un hamman.

De repente, lamida por las olas del Bósforo, aparece ante vosotros una construcción antigua, tocada por una enorme cúpula, cuya puerta de cristal luce blanquecina por el vapor. Un amable dependiente explica que aquellos son los baños de Kilic Ali Paça, levantados en el siglo XVIII; y antes de poder pestañear, os encontraréis tumbados boca arriba sobre una húmeda y caliente piedra lisa, observando la blanca pared de una cúpula engarzada de mosaico. A vuestro alrededor sentiréis las respiraciones de una docena clientes acompañados, cada uno, por un empleado del hamman que arrojaba jabón y agua sobre sus cuerpos, frotando y masajeando cada nervio con una esponja suave, y a la vez áspera.

El aroma del jabón envuelve y adormece, y las respiraciones pausadas crean una base grave que choca contra las paredes de la cúpula, rota únicamente por el chapoteo del agua caliente impactando contra las losas de mármol. Es fácil soñar despierto mientras uno es masajeado, y como humo de nargile, la mente flota ligera, perdiéndose entre los muelles de Karaköy, tratando de encontrar el Oriente que llama a nuestras puertas.

Lo que necesitamos todos es un hamman

Kilic Ali Paça

Cuando salimos al frío y nuestros pies tocan de nuevo la tierra negra de Estambul, es tal la ligereza que nuestro cuerpo no pesa. Una ráfaga de viento nos levanta y salimos volando por los aires, cumpliendo con el último de los pasos que, según los mercaderes otomanos, permitirán conocer Estambul como el más callejero de sus perros.

Allí, en el aire, una luz nos atrae, y como moscas curiosas, nos acercaremos hasta distinguir ante nuestros ojos la más venerable de las cúpulas, el templo que fue museo y ahora vuelve a ser mezquita. La inspiración de tanto arte, la amante que elige a su amado, el hogar del mosaico dorado, la cúpula entre cúpulas, el motivo por el que debe visitarse esta ciudad, y la razón por la que quien lo haga jamás podrá olvidarlo. La guinda del pastel, aquella cúpula broncínea, culminaba las tres visiones de las que hablaban los mercaderes otomanos. Emocionados, saludaremos con la mirada a la bella Santa Sofía, y volaremos de nuevo hacia occidente, despidiéndonos, hasta siempre, de la mágica Estambul.

La bella Santa Sofía

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